Esta entrevista se la he hecho a María, una monitora del “Casal Remolins” de Lleida. Ella es la monitora que lleva más tiempo en el casal y como sabe más de esto pues he decidido hacerle la entrevista a ella.
Me he interesado en su trabajo porque creo que su labor es muy importante para la sociedad, ayudar a niños y jóvenes a socializarse y a mejorar su educación. Espero que les guste.
¿Desde cuándo trabajas en esto?
- Hace aproximadamente 3 años
¿Cómo es tu trabajo diario?
- El trabajo consiste en ofrecer un espacio de ocio de aprendizaje i relación saludable a niños jóvenes de entre 5 y 18 años. Es muy importante, también, trabajar con las familias, centros de estudios, otros centros de ocio… Con el fin de actuar en una misma línea para conseguir el desarrollo óptimo de los niños.
¿Es difícil o cansada tu tarea?
- Depende de los días, del estado de ánimo de los niños, jóvenes y del propio. Hay días más complicados como cuando ¡se producen situaciones conflictivas, pero por lo general es un trabajo muy satisfactorio, requiere mucha atención por lo tanto es bastante cansado.
¿Con quién trabajas?
- Principalmente con otra monitora aunque pueden sumarse planes de ocupación temporales.
¿Todos los niños están juntos?
- Se separen por edades, los de 5 años a 13 vienen de 5h a 8h que también se separan por aulas , y los jóvenes de 13 años a 18h vienen de 8h a 9’30h que están juntos.
¿Qué características tiene que tener la persona en este empleo?
- Tiene que ser una persona que sepa trabajar en equipo, responsable, con paciencia, atenta y con iniciativa propia.
¿Te gusta tu trabajo?
- Sí, porque cada día aprendo cosas nuevas, vivo experiencias diferentes y conozco realidades distintas.
¿Piensas seguir trabajando en esto en u ¡n futuro?
- De momento sí, puesto que me gusta mi trabajo, estoy a gusto con él y hoy en día es muy difícil encontrar un trabajo con estas magníficas condiciones.
Mariamu Kabba, IES Escola del Treball de Lleida - 3º ESO
martes, 31 de enero de 2012
miércoles, 25 de enero de 2012
Las heridas de la guerra en Bosnia 17 años después
Se conoce como Guerra de Bosnia al conflicto internacional que se desarrolló en la actual Bosnia y Herzegovina del 6 del abril de 1992 al 14 de diciembre de 1995. Fue causada por una compleja combinación de factores políticos y religiosos: exaltación nacionalista, crisis políticas, sociales y de seguridad que siguieron al final de la Guerra fría y la caída del comunismo en la antigua Yugoslavia.
Entrevista: Asim Nezic
• ¿Cuántos años tenías cuando empezó la guerra en Bosnia?
La guerra comenzó en 1992 y terminó en 1995. Recuerdo que tenía 17 años y estaba en cuarto de la ESO.
• Estos tres años afectaron mucho tu vida actual, ¿no?
La verdad es que sí. Todo pasó en un período muy importante de mi vida. Era una época en la que te decidías el futuro. Me gustaba mucho estudiar y mi sueño era terminar mi carrera como electromecánico, que por desgracia nunca se cumplió.
• ¿Qué función realizabas como soldado en esa guerra?
Yo era un radiooperador. Mi trabajo consistía en realizar comunicación entre personal de Comando y unidades sobre el terreno.
• ¿Según tu opinión, crees que eran necesarios todos esos años de lucha y sufrimiento? ¿Crees que valen la pena en día de hoy?
Claro que no. Lo que ha pasado no se podrá curar jamás. Las heridas y secuelas siempre quedan. Despertamos y dormimos con ellas; vivimos con ellas. Era una barbaridad lo que pasó, pero para mí la guerra todavía no ha acabado.
• ¿Todavía no ha acabado?
No, porque los criminales de guerra siguen libres. Por ellos mucha gente no puede volver a sus ciudades por donde ellos se pasean libremente. Es muy difícil regresar a tu pueblo y ver al que te hizo mucho daño y que por su culpa perdiste tu familia.
• ¿Qué piensas en día de hoy sobre este tema? ¿Qué es lo primero que te viene en la cabeza?
Sólo quiero que no haya más odio entre las partes, que algún día
podamos vivir todos juntos en un país sin ningún problema.
Elma Nezic 3º ESO Ins Escola del Treball de Lleida
Entrevista: Asim Nezic
• ¿Cuántos años tenías cuando empezó la guerra en Bosnia?
La guerra comenzó en 1992 y terminó en 1995. Recuerdo que tenía 17 años y estaba en cuarto de la ESO.
• Estos tres años afectaron mucho tu vida actual, ¿no?
La verdad es que sí. Todo pasó en un período muy importante de mi vida. Era una época en la que te decidías el futuro. Me gustaba mucho estudiar y mi sueño era terminar mi carrera como electromecánico, que por desgracia nunca se cumplió.
• ¿Qué función realizabas como soldado en esa guerra?
Yo era un radiooperador. Mi trabajo consistía en realizar comunicación entre personal de Comando y unidades sobre el terreno.
• ¿Según tu opinión, crees que eran necesarios todos esos años de lucha y sufrimiento? ¿Crees que valen la pena en día de hoy?
Claro que no. Lo que ha pasado no se podrá curar jamás. Las heridas y secuelas siempre quedan. Despertamos y dormimos con ellas; vivimos con ellas. Era una barbaridad lo que pasó, pero para mí la guerra todavía no ha acabado.
• ¿Todavía no ha acabado?
No, porque los criminales de guerra siguen libres. Por ellos mucha gente no puede volver a sus ciudades por donde ellos se pasean libremente. Es muy difícil regresar a tu pueblo y ver al que te hizo mucho daño y que por su culpa perdiste tu familia.
• ¿Qué piensas en día de hoy sobre este tema? ¿Qué es lo primero que te viene en la cabeza?
Sólo quiero que no haya más odio entre las partes, que algún día
podamos vivir todos juntos en un país sin ningún problema.
Elma Nezic 3º ESO Ins Escola del Treball de Lleida
lunes, 23 de enero de 2012
Entrevista a un profesor sobre la educación
- ¿Por qué es la educación importante en el desarrollo de los jóvenes?
La educación no solo es importante para los jóvenes sino para todo ser humano independientemente de su edad porque posibilita el desarrollo de sus habilidades, conocimientos y actitudes, desgraciadamente esta última es la que menos atención se le da.
- ¿Usted considera que los jóvenes le dan importancia a la educación?
La respuesta no puede ser tan tagante en un NO, ni en un SÍ, ya que depende de sus ambientes, de las expectativas que sus padres generen, de sus recursos económicos, de sus propios proyectos de vida, cabe aclarar que todo educa, no solo las escuelas.
- ¿Usted ve a la juventud preparada en el ámbito educativo?
La juventud insertada en el ámbito educativo sí, el problema es la falta de vinculación con la carrera que elegirán o el siguiente nivel educativo en que participarán, pero no olvidemos la deserción y el abusentismo.
- ¿Cree que todos los jóvenes tienen acceso a una buena educación?
No porque habría que considerar el contexto sociocultural, la economía, los costes que en algunas cárreras técnicas o lic implica.
- ¿Por qué cree que los jóvenes no tienen educación?
¿En qué sentido? Si retomo la primera respuesta enfaticé en la actitud, hoy en día vemos que la proyección de la juventud es más negativa que positiva debido a la falta de orientación de las familias y el ambiente tan difuso en que hoy vivimos.
- ¿Qué les diría a los jóvenes para que mejoren su educación?
No hay que dar discursos, motivarlos a luchar, a defenderse a alcanzar sus anhelos y deseos que los lleven a ser mejores personas y ciudadanos, nada es gratis en la vida y el tiempo es oro.
- ¿Cuál es el beneficio de que los jóvenes estudien?
El acceder a mejores oportunidades de vida pero no olvidemos los tres elementos: conocimiento, habilidad y actitud.
-¿Los planes educativos le dan la suficiente importancia a la educación para el desarrollo de los jóvenes?
En parte sí porque se plantean objetivos y metas muy específicas pero a la vez esta es una debilidad porque se homogeiniza y cada espacio es diferente.
- ¿Qué opina de la educación que los padres de familia les dan a sus hijos?
Desraciadamente y con respeto he de decir que por cómo la sociedad está manifestando el ritmo de vida: totalmente acelerado y con situaciones precarias, se enfatiza más en sobrevivir, que en vivir, pero és necesario encontrar un punto medio en el cual se reflexione que el ambiente familiar es la mayor influencia por el tiempo, la ideología y el ambiente que brindan al individuo.
Nicoleta Tivadar, 3ºESO Ins Escola del Treball de Lleida
La educación no solo es importante para los jóvenes sino para todo ser humano independientemente de su edad porque posibilita el desarrollo de sus habilidades, conocimientos y actitudes, desgraciadamente esta última es la que menos atención se le da.
- ¿Usted considera que los jóvenes le dan importancia a la educación?
La respuesta no puede ser tan tagante en un NO, ni en un SÍ, ya que depende de sus ambientes, de las expectativas que sus padres generen, de sus recursos económicos, de sus propios proyectos de vida, cabe aclarar que todo educa, no solo las escuelas.
- ¿Usted ve a la juventud preparada en el ámbito educativo?
La juventud insertada en el ámbito educativo sí, el problema es la falta de vinculación con la carrera que elegirán o el siguiente nivel educativo en que participarán, pero no olvidemos la deserción y el abusentismo.
- ¿Cree que todos los jóvenes tienen acceso a una buena educación?
No porque habría que considerar el contexto sociocultural, la economía, los costes que en algunas cárreras técnicas o lic implica.
- ¿Por qué cree que los jóvenes no tienen educación?
¿En qué sentido? Si retomo la primera respuesta enfaticé en la actitud, hoy en día vemos que la proyección de la juventud es más negativa que positiva debido a la falta de orientación de las familias y el ambiente tan difuso en que hoy vivimos.
- ¿Qué les diría a los jóvenes para que mejoren su educación?
No hay que dar discursos, motivarlos a luchar, a defenderse a alcanzar sus anhelos y deseos que los lleven a ser mejores personas y ciudadanos, nada es gratis en la vida y el tiempo es oro.
- ¿Cuál es el beneficio de que los jóvenes estudien?
El acceder a mejores oportunidades de vida pero no olvidemos los tres elementos: conocimiento, habilidad y actitud.
-¿Los planes educativos le dan la suficiente importancia a la educación para el desarrollo de los jóvenes?
En parte sí porque se plantean objetivos y metas muy específicas pero a la vez esta es una debilidad porque se homogeiniza y cada espacio es diferente.
- ¿Qué opina de la educación que los padres de familia les dan a sus hijos?
Desraciadamente y con respeto he de decir que por cómo la sociedad está manifestando el ritmo de vida: totalmente acelerado y con situaciones precarias, se enfatiza más en sobrevivir, que en vivir, pero és necesario encontrar un punto medio en el cual se reflexione que el ambiente familiar es la mayor influencia por el tiempo, la ideología y el ambiente que brindan al individuo.
Nicoleta Tivadar, 3ºESO Ins Escola del Treball de Lleida
viernes, 20 de enero de 2012
Lorenzo Silva, La tentación de Spinoza (cuento inédito)
Ninguna cosa puede ser mala por lo que tiene de común con nuestra naturaleza, sino que es mala para nosotros en la medida que nos es contraria.
SPINOZA, Ética.
Aquella tarde, el portugués se había acordado, por alguna malicia del azar, del día en que su precursor Uriel da Costa había interrumpido, disparándose un tiro en la cabeza, el curso impío de sus especulaciones sobre la trascendencia. Todavía ignoraba, aunque por poco tiempo, que las más conspicuas mentes del ghetto maniobraban para arrojarle a la misma soledad pestilente que había persuadido a da Costa de alzar su propia mano contra sí. Desconocía, también, la estratagema ominosa que algunas de esas mentes, las más iluminadas y caritativas, habían urdido para salvarle.
El portugués caminaba deprisa y absorto, como habrían de representarle después en los lienzos. Sólo se paraba a mirar el mundo, aquel trozo tenebroso de él que formaban las calles de Amsterdam al anochecer, cuando discurría por los puentes encima de los canales. Como a todos los hombres meditadores, le fascinaban el agua y las barcas. Fue en mitad de uno de aquellos puentes donde le abordaron dos jayanes corpulentos, a quienes supo en seguida hebreos, como él.
-Disculpadnos, maestro -se le dirigieron.
El portugués era demasiado joven, y le constaba demasiado el mucho atrevimiento de sus teorías, para no recelar ante aquel tratamiento reverente. Tras el primer sobresalto, volvió la cabeza. Al otro lado del puente, cubriendo su posible retroceso, había otras dos oscuras siluetas judaicas. Sus manos habían aprendido el arte de labrar el vidrio para que aumentara la apariencia de los seres, pero no habían sido ejercitadas en ninguna de las disciplinas marciales. Por ello, y por la abrumadora superioridad del oponente, debía avenirse a que aquellos individuos hicieran de él a su antojo.
-¿Quiénes sois y qué me queréis? -indagó, por averiguar si había ocasión de prestarse de grado a lo que pretendieran.
-No importa quiénes somos -habló el que antes se había excusado, un mozo de afilada barba-. Nos envían personas principales de nuestra comunidad, que desean favoreceros.
-Si desean favorecerme -osó deducir-, no precisan enviarme a los mensajeros de cuatro en cuatro, ni los mensajeros han de cerrarme el paso a mitad de un puente. Pueden invitarme, y dejarme considerar si rehúso o acepto.
-He de invitaros, precisamente, a que me acompañéis.
-Si venís, como decís, a invitarme -porfió en aquella audacia de construir silogismos-, podré negarme a acompañaros. Precisamente ahora debo atender algunos asuntos que me son de gran interés, y que acaso habrán de darme también algún provecho.
-Os ruego que me disculpéis otra vez -repuso el de la barba-. No he sido instruido para regresar sino en vuestra compañía.
El portugués era amante de la verdad y también de enseñarla, aun con riesgo, pero repudiaba el valor inútil. Aclaró a quien le prendía:
-No dificultaré que cumpláis con vuestras instrucciones, ni aumentaré insensatamente mis propias dificultades. Os sigo, aunque forzado.
Con dos hombres detrás y los otros dos precediéndole, el portugués recorrió un itinerario silencioso bajo la noche sin estrellas. Sólo algunas luces exiguas despertaban, aquí y allá, el reflejo metálico de los canales. Al cabo se internaron en las callejas angostas de la judería, por las que fue guiado hasta una casa de severo aspecto. Uno de sus captores llamó a la puerta, que una sirviente acudió a abrir con prontitud. Se le indicó que entrara y después subiera una escalera que trepaba, con la empinadura usual en las construcciones del lugar, al piso superior.
Arriba, luego de pasar junto a una pequeña pieza a su derecha, desembocó en una estancia despejada. Al otro extremo había una mesa más larga que extensa, y tras ella, tres hombres sumidos en la penumbra. Pudo no obstante, por la indumentaria y por el continente, distinguir que se trataba de un rabino y dos mercaderes acomodados. Se había dispuesto una silla para él, frente a los tres hombres, y el que le había llevado hasta allí le ofreció sentarse.
-Prefiero quedarme en pie, mientras obedezco la voluntad de otro -declinó el portugués, acaso con un punto indebido de orgullo.
-No seáis tan áspero, maestro -aconsejó uno de los mercaderes-. No queremos imponeros voluntad alguna, sino conciliar la de todos en la forma más justa y satisfactoria.
El portugués reiteró su negativa:
-No os ofendáis porque rechace la comodidad que me ofrecéis. Tampoco me llaméis maestro. Ved que quizá no alcance la mitad de vuestra edad, y no recuerdo, ni mi soberbia basta a hacerme creer, que nunca os haya mostrado nada.
-Es cierto que no contáis muchos años -terció el rabino-, pero es de sobra reputado, y no sólo en Amsterdam, el alto conocimiento que habéis alcanzado en muchas materias filosóficas, sin hacer ascos a la Geometría o la Cábala. Esa ciencia os releva de cualquier deber de modestia.
-No hay en todo el mundo, ni en toda la historia del saber, conocimientos bastantes para que un hombre se sienta autorizado a dejar de ser humilde -objetó el portugués-. Uno sólo vale lo que se esfuerza, y la vanidad es morada de indolentes.
-Os resistís a recibir el título de maestro, pero sólo habláis como filósofo -intervino el segundo mercader, que tenía una voz casi mujeril-. No os hemos hecho venir para discutir vuestras tesis. Creo que puedo hablar en nombre de los tres si digo que vuestras aventuradas pesquisas sobre la disposición del ser y las leyes de la Naturaleza, y aun sobre el sentido de las Escrituras, despiertan nuestra simpatía, aunque no podamos compartir vuestras conclusiones y menos desear que se difundan entre el vulgo.
El portugués, que aún no había llegado a la insolencia que le permitiría desechar la religión y dar por irrefutable su metafísica, invocando para ello la misma certeza con que puede pronosticarse la suma de los ángulos de un triángulo, se sintió obligado a precisar:
-Apenas he comenzado a elaborar alguna conclusión, señor.
-Debéis comprender -tomó la palabra el primer mercader-, que vuestras ideas nos causan perjuicio. Dudáis de que a Moisés le fueran realmente separadas las aguas del mar e imagináis a Dios sometido a los avatares de sus criaturas. No diremos que os lancéis a semejante empresa sin auxilio de la razón, pero acaso eso agrave y no atenúe el daño.
Guardó silencio el portugués ante la inexacta transcripción de su pensamiento, sin imaginar que todavía trescientos años después, poetas ansiosos de celebrarle incurrirían en idénticos errores, haciendo coincidir a su Dios con la suma de todas las estrellas. En este punto habló el rabino:
-Y a ello añádase vuestra conducta. No tenéis reparo en dejaros ver con esos herejes españoles, como el que se hace llamar doctor Prado, que con el solo fin de escapar a la persecución de la Inquisición y de su rey, y bajo el pretexto de una conversión insincera, se han refugiado últimamente entre nosotros. Junto a ellos, negáis que el alma sea inmortal e insistís en que no hay Dios sino filosofalmente.
-Lo primero no se opone a la Ley de nuestro pueblo -se defendió el portugués-. Lo segundo nunca lo he sostenido, con la simplicidad con que lo reseñáis. Y en cuanto a los españoles, provenimos de la misma península, y por ello hablo su lengua con más soltura que la de Holanda. Eso, y ninguna herejía, es lo que nos une.
El segundo mercader, el de la voz femenina, susurró algo al oído del rabino. A continuación, dijo en tono conciliador:
-No estamos aquí para censuraros. Pero debéis entender que nos ponéis en situación difícil ante las gentes de este país. Los cristianos de esta tierra tienen demasiado reciente la sangre de sus guerras de religión como para disculpar que nosotros, los judíos a quienes han asilado, desprestigiemos por medio de nuestras mejores inteligencias la autoridad de dogmas que profesan con tanto o más fervor que la Iglesia de Roma. Por eso, pero también porque respetamos vuestros méritos, queremos ofreceros un compromiso.
-A los tres aquí presentes nos une una antigua amistad con vuestro padre -prosiguió el otro mercader-. Hemos comerciado juntos y también juntos nos hemos sentado en el Consejo. Debéis saber, si no lo sospechabais, que está tomada la resolución de expulsaros. Para impedir el dolor de vuestro padre, y contra la oposición de los furibundos, venimos a proponeros una alternativa más benévola, y creemos que más eficaz, pues contaría con vuestro consentimiento. Ésta es la oferta: os abstendréis de propagar vuestras doctrinas y abandonaréis las compañías que os deshonran, y a cambio percibiréis una renta anual de mil florines, con la que podréis subvenir a vuestros gastos. Podréis trabajar cuanto gustéis, sin preocupaciones materiales, pero guardaréis para vos el resultado de vuestro trabajo.
El portugués simuló un titubeo, pero en realidad estaba afilando las palabras con que repeler aquella ingenuidad. Años más tarde le escatimaría a un rey la dedicatoria de un libro, perdiendo otra renta vitalicia, y desdeñaría la cátedra de Heidelberg que pondría a su disposición el Príncipe Palatino, por haberle exigido someter a límites la soberanía de su intelecto. En aquel instante, mientras el rabino y los dos mercaderes aguardaban su respuesta, evocó la única tentación que acaso pudo algún día apartarle de su camino: el amor imposible de la hija de su maestro Van den Ende, cuya indiferencia le había condenado a estudiar con furia el latín y a los Escolásticos. Si aquella muchacha se le hubiera brindado, dándole a elegir entre ella y la libertad de pensar, habría debido renunciar a esa libertad, porque a su naturaleza y a su felicidad convenía también, y más fuertemente, el amor de la hija de Van den Ende. Pero lo que ahora le ofrecían, con ascender a una bonita suma, no era más que un puñado de monedas, y las monedas sólo servían para adquirir lo que distaba mucho de precisar.
-Nunca me he afanado por la fama -habló al fin-, porque quien espera el reconocimiento de los hombres se desvía de su propio ser y se expone a decepciones. Debéis considerar, por ello, que no me repugna que se me inste a permanecer secreto, sino que se me exija, a mí que busco honradamente la esencia de las cosas, lo que no se exige a quienes trafican a la ligera con patrañas. Lo que me dáis, es nada. Lo que pedís, lo es todo para mí. El mal con el que me amenazáis, sólo lo es para vosotros. Agradezco vuestra bondad y protesto por el pobre concepto en que tenéis mis principios. Si vuestra embajada era la que habéis dicho, agotada queda. Os pido licencia para irme.
Los mercaderes guardaron un grave mutismo. El rabino observó:
-Merecéis el castigo, desde que os jactáis de no temerlo. Mucha fe tenéis en vuestra razón. Que no os abandone cuando nada y nadie más os ampare.
El portugués sopesó con compasión la advertencia de aquel hombre. No se percataban de que su acto no era heroico, sino necesario. Para él, que gozaba del formidable recurso de cuestionar el libre albedrío, no existía en ninguna circunstancia una opción verdadera, sino el inexorable dictado del instinto y la tiranía inapelable del deseo.
Sin embargo, el día en que se vio solo en mitad de la Sinagoga, el portugués sintió como un escalofrío la posibilidad de haber equivocado aquel juicio categórico. Las luces del templo, deslumbrantes al principio, se iban apagando en el transcurso de la ceremonia por la que se le ponía en anatema, simbolizando la extinción de su alma. De cuando en cuando sonaba el gemido de un horrible cuerno. Mientras, alguien recitaba la fórmula atroz:
-Anatematizamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con el asentimiento de toda la comunidad sagrada, en presencia de los libros con sus seiscientos trece preceptos, y con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito cuando salga y maldito cuando entre. Que el Señor no lo perdone ni lo reconozca jamás...
No era vana su aprensión, aunque hubiera de acabar venciéndola. A partir de aquel rito, fue aborrecido de su pueblo y de su familia, y se sintió durante algún tiempo desgraciado y solo. Se rehízo para responder a su excomunión con un alegato vertido en lengua hispana, que es propicia para proclamar orgullos. Allí aseveró, congruente con sus filosofías, no verse tras la expulsión obligado a nada que no hubiera hecho en todo caso. Pero cuando un energúmeno quiso hincarle un puñal en plena calle, se vio forzado a marcharse de Amsterdam y refugiarse en sitio recóndito.
Desmintiendo el agüero del rabino, la razón protegió al portugués del abismo en que se ahogara el impetuoso Uriel da Costa. Mientras se procuraba sustento con las destrezas de óptico que había adquirido cuando estudiante (pues los sabios de Israel habían estipulado que todo hombre instruido que no conociera un oficio pararía en bribón), ahondó en su idea de Dios y de la dicha, a la que puso por seguro cimiento de la moral. Pero nunca olvidó al suicida que le había precedido en la ira de los ortodoxos. Existe una astuta pintura que representa a da Costa y a Spinoza, el primero como un hombre de frente arrugada, el segundo como un arrapiezo de improbables guedejas rubias, leyendo juntos un enorme libro. Da Costa muestra la mirada obsesionada que le conduciría a la perdición; el niño, aun discípulo, el escepticismo curioso que le preservaría.
Al final de su vida, cuando los honores le asediaban y los magistrados reclamaban su mediación para afrontar trances decisivos de la república, el portugués pudo rememorar con un sabor diferente, el de la certidumbre, la noche en que había despreciado la tentación de someterse al salario de los guardianes de una Ley corrompida. Confiado al axioma de que no hay dos cosas diferentes que sean la voluntad y la inteligencia, murió creyendo que sus actos habían sido el solo resultado de leyes que se concatenaban, sin haber añadido por su parte otra virtud que la de interpretar y no aspirar a estorbar su recto curso.
Así partió, sin queja, acatando el destino terrible de disolverse en la potencia del Dios que había concebido, tan íntimo a los mecanismos de sus criaturas, que carecía por igual de la facultad de amarlas y de la de redimirlas.
Madrid y Getafe, 11 y 12 de julio de 1996
SPINOZA, Ética.
Aquella tarde, el portugués se había acordado, por alguna malicia del azar, del día en que su precursor Uriel da Costa había interrumpido, disparándose un tiro en la cabeza, el curso impío de sus especulaciones sobre la trascendencia. Todavía ignoraba, aunque por poco tiempo, que las más conspicuas mentes del ghetto maniobraban para arrojarle a la misma soledad pestilente que había persuadido a da Costa de alzar su propia mano contra sí. Desconocía, también, la estratagema ominosa que algunas de esas mentes, las más iluminadas y caritativas, habían urdido para salvarle.
El portugués caminaba deprisa y absorto, como habrían de representarle después en los lienzos. Sólo se paraba a mirar el mundo, aquel trozo tenebroso de él que formaban las calles de Amsterdam al anochecer, cuando discurría por los puentes encima de los canales. Como a todos los hombres meditadores, le fascinaban el agua y las barcas. Fue en mitad de uno de aquellos puentes donde le abordaron dos jayanes corpulentos, a quienes supo en seguida hebreos, como él.
-Disculpadnos, maestro -se le dirigieron.
El portugués era demasiado joven, y le constaba demasiado el mucho atrevimiento de sus teorías, para no recelar ante aquel tratamiento reverente. Tras el primer sobresalto, volvió la cabeza. Al otro lado del puente, cubriendo su posible retroceso, había otras dos oscuras siluetas judaicas. Sus manos habían aprendido el arte de labrar el vidrio para que aumentara la apariencia de los seres, pero no habían sido ejercitadas en ninguna de las disciplinas marciales. Por ello, y por la abrumadora superioridad del oponente, debía avenirse a que aquellos individuos hicieran de él a su antojo.
-¿Quiénes sois y qué me queréis? -indagó, por averiguar si había ocasión de prestarse de grado a lo que pretendieran.
-No importa quiénes somos -habló el que antes se había excusado, un mozo de afilada barba-. Nos envían personas principales de nuestra comunidad, que desean favoreceros.
-Si desean favorecerme -osó deducir-, no precisan enviarme a los mensajeros de cuatro en cuatro, ni los mensajeros han de cerrarme el paso a mitad de un puente. Pueden invitarme, y dejarme considerar si rehúso o acepto.
-He de invitaros, precisamente, a que me acompañéis.
-Si venís, como decís, a invitarme -porfió en aquella audacia de construir silogismos-, podré negarme a acompañaros. Precisamente ahora debo atender algunos asuntos que me son de gran interés, y que acaso habrán de darme también algún provecho.
-Os ruego que me disculpéis otra vez -repuso el de la barba-. No he sido instruido para regresar sino en vuestra compañía.
El portugués era amante de la verdad y también de enseñarla, aun con riesgo, pero repudiaba el valor inútil. Aclaró a quien le prendía:
-No dificultaré que cumpláis con vuestras instrucciones, ni aumentaré insensatamente mis propias dificultades. Os sigo, aunque forzado.
Con dos hombres detrás y los otros dos precediéndole, el portugués recorrió un itinerario silencioso bajo la noche sin estrellas. Sólo algunas luces exiguas despertaban, aquí y allá, el reflejo metálico de los canales. Al cabo se internaron en las callejas angostas de la judería, por las que fue guiado hasta una casa de severo aspecto. Uno de sus captores llamó a la puerta, que una sirviente acudió a abrir con prontitud. Se le indicó que entrara y después subiera una escalera que trepaba, con la empinadura usual en las construcciones del lugar, al piso superior.
Arriba, luego de pasar junto a una pequeña pieza a su derecha, desembocó en una estancia despejada. Al otro extremo había una mesa más larga que extensa, y tras ella, tres hombres sumidos en la penumbra. Pudo no obstante, por la indumentaria y por el continente, distinguir que se trataba de un rabino y dos mercaderes acomodados. Se había dispuesto una silla para él, frente a los tres hombres, y el que le había llevado hasta allí le ofreció sentarse.
-Prefiero quedarme en pie, mientras obedezco la voluntad de otro -declinó el portugués, acaso con un punto indebido de orgullo.
-No seáis tan áspero, maestro -aconsejó uno de los mercaderes-. No queremos imponeros voluntad alguna, sino conciliar la de todos en la forma más justa y satisfactoria.
El portugués reiteró su negativa:
-No os ofendáis porque rechace la comodidad que me ofrecéis. Tampoco me llaméis maestro. Ved que quizá no alcance la mitad de vuestra edad, y no recuerdo, ni mi soberbia basta a hacerme creer, que nunca os haya mostrado nada.
-Es cierto que no contáis muchos años -terció el rabino-, pero es de sobra reputado, y no sólo en Amsterdam, el alto conocimiento que habéis alcanzado en muchas materias filosóficas, sin hacer ascos a la Geometría o la Cábala. Esa ciencia os releva de cualquier deber de modestia.
-No hay en todo el mundo, ni en toda la historia del saber, conocimientos bastantes para que un hombre se sienta autorizado a dejar de ser humilde -objetó el portugués-. Uno sólo vale lo que se esfuerza, y la vanidad es morada de indolentes.
-Os resistís a recibir el título de maestro, pero sólo habláis como filósofo -intervino el segundo mercader, que tenía una voz casi mujeril-. No os hemos hecho venir para discutir vuestras tesis. Creo que puedo hablar en nombre de los tres si digo que vuestras aventuradas pesquisas sobre la disposición del ser y las leyes de la Naturaleza, y aun sobre el sentido de las Escrituras, despiertan nuestra simpatía, aunque no podamos compartir vuestras conclusiones y menos desear que se difundan entre el vulgo.
El portugués, que aún no había llegado a la insolencia que le permitiría desechar la religión y dar por irrefutable su metafísica, invocando para ello la misma certeza con que puede pronosticarse la suma de los ángulos de un triángulo, se sintió obligado a precisar:
-Apenas he comenzado a elaborar alguna conclusión, señor.
-Debéis comprender -tomó la palabra el primer mercader-, que vuestras ideas nos causan perjuicio. Dudáis de que a Moisés le fueran realmente separadas las aguas del mar e imagináis a Dios sometido a los avatares de sus criaturas. No diremos que os lancéis a semejante empresa sin auxilio de la razón, pero acaso eso agrave y no atenúe el daño.
Guardó silencio el portugués ante la inexacta transcripción de su pensamiento, sin imaginar que todavía trescientos años después, poetas ansiosos de celebrarle incurrirían en idénticos errores, haciendo coincidir a su Dios con la suma de todas las estrellas. En este punto habló el rabino:
-Y a ello añádase vuestra conducta. No tenéis reparo en dejaros ver con esos herejes españoles, como el que se hace llamar doctor Prado, que con el solo fin de escapar a la persecución de la Inquisición y de su rey, y bajo el pretexto de una conversión insincera, se han refugiado últimamente entre nosotros. Junto a ellos, negáis que el alma sea inmortal e insistís en que no hay Dios sino filosofalmente.
-Lo primero no se opone a la Ley de nuestro pueblo -se defendió el portugués-. Lo segundo nunca lo he sostenido, con la simplicidad con que lo reseñáis. Y en cuanto a los españoles, provenimos de la misma península, y por ello hablo su lengua con más soltura que la de Holanda. Eso, y ninguna herejía, es lo que nos une.
El segundo mercader, el de la voz femenina, susurró algo al oído del rabino. A continuación, dijo en tono conciliador:
-No estamos aquí para censuraros. Pero debéis entender que nos ponéis en situación difícil ante las gentes de este país. Los cristianos de esta tierra tienen demasiado reciente la sangre de sus guerras de religión como para disculpar que nosotros, los judíos a quienes han asilado, desprestigiemos por medio de nuestras mejores inteligencias la autoridad de dogmas que profesan con tanto o más fervor que la Iglesia de Roma. Por eso, pero también porque respetamos vuestros méritos, queremos ofreceros un compromiso.
-A los tres aquí presentes nos une una antigua amistad con vuestro padre -prosiguió el otro mercader-. Hemos comerciado juntos y también juntos nos hemos sentado en el Consejo. Debéis saber, si no lo sospechabais, que está tomada la resolución de expulsaros. Para impedir el dolor de vuestro padre, y contra la oposición de los furibundos, venimos a proponeros una alternativa más benévola, y creemos que más eficaz, pues contaría con vuestro consentimiento. Ésta es la oferta: os abstendréis de propagar vuestras doctrinas y abandonaréis las compañías que os deshonran, y a cambio percibiréis una renta anual de mil florines, con la que podréis subvenir a vuestros gastos. Podréis trabajar cuanto gustéis, sin preocupaciones materiales, pero guardaréis para vos el resultado de vuestro trabajo.
El portugués simuló un titubeo, pero en realidad estaba afilando las palabras con que repeler aquella ingenuidad. Años más tarde le escatimaría a un rey la dedicatoria de un libro, perdiendo otra renta vitalicia, y desdeñaría la cátedra de Heidelberg que pondría a su disposición el Príncipe Palatino, por haberle exigido someter a límites la soberanía de su intelecto. En aquel instante, mientras el rabino y los dos mercaderes aguardaban su respuesta, evocó la única tentación que acaso pudo algún día apartarle de su camino: el amor imposible de la hija de su maestro Van den Ende, cuya indiferencia le había condenado a estudiar con furia el latín y a los Escolásticos. Si aquella muchacha se le hubiera brindado, dándole a elegir entre ella y la libertad de pensar, habría debido renunciar a esa libertad, porque a su naturaleza y a su felicidad convenía también, y más fuertemente, el amor de la hija de Van den Ende. Pero lo que ahora le ofrecían, con ascender a una bonita suma, no era más que un puñado de monedas, y las monedas sólo servían para adquirir lo que distaba mucho de precisar.
-Nunca me he afanado por la fama -habló al fin-, porque quien espera el reconocimiento de los hombres se desvía de su propio ser y se expone a decepciones. Debéis considerar, por ello, que no me repugna que se me inste a permanecer secreto, sino que se me exija, a mí que busco honradamente la esencia de las cosas, lo que no se exige a quienes trafican a la ligera con patrañas. Lo que me dáis, es nada. Lo que pedís, lo es todo para mí. El mal con el que me amenazáis, sólo lo es para vosotros. Agradezco vuestra bondad y protesto por el pobre concepto en que tenéis mis principios. Si vuestra embajada era la que habéis dicho, agotada queda. Os pido licencia para irme.
Los mercaderes guardaron un grave mutismo. El rabino observó:
-Merecéis el castigo, desde que os jactáis de no temerlo. Mucha fe tenéis en vuestra razón. Que no os abandone cuando nada y nadie más os ampare.
El portugués sopesó con compasión la advertencia de aquel hombre. No se percataban de que su acto no era heroico, sino necesario. Para él, que gozaba del formidable recurso de cuestionar el libre albedrío, no existía en ninguna circunstancia una opción verdadera, sino el inexorable dictado del instinto y la tiranía inapelable del deseo.
Sin embargo, el día en que se vio solo en mitad de la Sinagoga, el portugués sintió como un escalofrío la posibilidad de haber equivocado aquel juicio categórico. Las luces del templo, deslumbrantes al principio, se iban apagando en el transcurso de la ceremonia por la que se le ponía en anatema, simbolizando la extinción de su alma. De cuando en cuando sonaba el gemido de un horrible cuerno. Mientras, alguien recitaba la fórmula atroz:
-Anatematizamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con el asentimiento de toda la comunidad sagrada, en presencia de los libros con sus seiscientos trece preceptos, y con todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito cuando salga y maldito cuando entre. Que el Señor no lo perdone ni lo reconozca jamás...
No era vana su aprensión, aunque hubiera de acabar venciéndola. A partir de aquel rito, fue aborrecido de su pueblo y de su familia, y se sintió durante algún tiempo desgraciado y solo. Se rehízo para responder a su excomunión con un alegato vertido en lengua hispana, que es propicia para proclamar orgullos. Allí aseveró, congruente con sus filosofías, no verse tras la expulsión obligado a nada que no hubiera hecho en todo caso. Pero cuando un energúmeno quiso hincarle un puñal en plena calle, se vio forzado a marcharse de Amsterdam y refugiarse en sitio recóndito.
Desmintiendo el agüero del rabino, la razón protegió al portugués del abismo en que se ahogara el impetuoso Uriel da Costa. Mientras se procuraba sustento con las destrezas de óptico que había adquirido cuando estudiante (pues los sabios de Israel habían estipulado que todo hombre instruido que no conociera un oficio pararía en bribón), ahondó en su idea de Dios y de la dicha, a la que puso por seguro cimiento de la moral. Pero nunca olvidó al suicida que le había precedido en la ira de los ortodoxos. Existe una astuta pintura que representa a da Costa y a Spinoza, el primero como un hombre de frente arrugada, el segundo como un arrapiezo de improbables guedejas rubias, leyendo juntos un enorme libro. Da Costa muestra la mirada obsesionada que le conduciría a la perdición; el niño, aun discípulo, el escepticismo curioso que le preservaría.
Al final de su vida, cuando los honores le asediaban y los magistrados reclamaban su mediación para afrontar trances decisivos de la república, el portugués pudo rememorar con un sabor diferente, el de la certidumbre, la noche en que había despreciado la tentación de someterse al salario de los guardianes de una Ley corrompida. Confiado al axioma de que no hay dos cosas diferentes que sean la voluntad y la inteligencia, murió creyendo que sus actos habían sido el solo resultado de leyes que se concatenaban, sin haber añadido por su parte otra virtud que la de interpretar y no aspirar a estorbar su recto curso.
Así partió, sin queja, acatando el destino terrible de disolverse en la potencia del Dios que había concebido, tan íntimo a los mecanismos de sus criaturas, que carecía por igual de la facultad de amarlas y de la de redimirlas.
Madrid y Getafe, 11 y 12 de julio de 1996
Jorge Luis Borges, Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Julio Cortázar, Continuidad en los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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